martes, 14 de junio de 2011

Humareda

Me gusta la humareda de tu mirada, silenciosa, coqueta y cuidadosa. Me gusta ser el juguete de tus ojos cuando siembran rastrojos en la vagina de mi alma.

Tu sonrisa es trino beato en medio de una selva de rugidos ingratos. Tus palabras colonizan mis oídos con cada una de sus rimas y sus boatos.

Te conocí en mis sueños y te abracé en los suelos de una madrugada coagulada en lunas y estrellas. Te conocí callada dibujando runas de amor en las centellas.

Eres tan distinta a mí que somos siguales. Mi ruibarbo de letras, sueños y centellas poéticas. Hacía tanto que no me perdía en los bosques de las feromonas ni rentaba una cabaña en los absurdos bosques de las hormonas. Quisiera decirte con música lo que mi corazón me dicta a puñetazos en la nuca.

Humareda virgen de mis besos, quisiera colonizarte el cuerpo con mis brazos. Atraparte con mis versos y exiliarte de los faunos perversos.

El amor me ha matado mil veces y moriría mil veces más si tu me lo pidieras. Si al menos lo insinuaras. Aunque fuera un tenue susurro de mar en tu mirada.

Comendadora de sueños, con tu soplo de sonrisas vuelves a crear el mundo en siete caricias y un big bang absurdo en mi estómago si te veo pasar a mi lado.

Me gusta la humareda de tu mirada cuando trata de entender los ripios de mi alma. Me gusta ser la mentira mundana que persigue tu amor con versos fantoches.

Quisiera ser tu perro salchicha, oso de felpa, relicario de cobre, conejillo de indias, cábala y zohar. El verso más triste de tus mil y una noches.

lunes, 13 de junio de 2011

Fuensanta Puig Mallon

Fuensanta Puig Mallon

Esa noche había leído su último libro en el viejo café donde a menudo acudía a escribir poesía. Había comprado un vestido nupcial y lo había arreglado para darle un toque sensual y pornográfico. Estaba decidida a casarse con su hombre de piedra.

Desde que comenzó con las núbiles punzadas carnales la imagen de ese hombre desnudo, barbado y ensangrentado le había causado emociones trágicas que le desaguaban el vientre.

Cuando su abuela la llevaba a misa se perdía observando las imágenes de su hombre. Se imaginaba recostada en su pecho limpiándole las heridas con la lengua. Colocándose con placer masoquista su hermoso tocado de espinas. Paladeando su sangre. Jugando con un sabor amargo y salado que era capaz de transportarla a un mundo distante donde ella también era perpetua. Donde ese extraño hombre se bajaba de la cruz y comenzaba a acariciarle los hombros y las mejillas mientras ella le aseaba las heridas con saliva.

Cuando se quedaba sola en casa, se desnudaba frente a la enorme imagen del hombre crucificado y le frotaba su cuerpo con lujuria. Le daba un masaje a su piel de marmol mientras el extasis de la travesura le devoraba la piel y desecaba su vientre. Deseaba tanto aquel hombre, quería sentirlo alimentando ese rincón tan vacío y hambriento entre sus piernas. Sus dedos no eran suficientes. Estaba convencida que ese espacio estaba fabricado exclusivamente para él.

Con los años Fuensanta florefció en una mujer hermosa. Tenía un físico similar a las viejas pinturas del renacimiento. Era carnosa, de piel lechosa, ojos verdes y una cabellera lacia y oscura que le llegaba hasta las prominentes caderas. No le faltaban pretendientes pero ella jamás se fijaba en ellos. Eran pobres niños jugando a ser Donjuanes. Había crecido enamorada de su hombre de piedra. Cada noche se acostaba esperando el momento en que decidiera quitarse los clavos y meterse como serpiente entre sus sábanas que la desnudara con pasión y le rompiera las bragas con rabia. Que le abriera las piernas con sus piernas y que entrara a colonizar su cuerpo con una dura estocada de piedra simulando ser carne.

A sus veinte años acudió a una tienda de fetiches para adultos y consiguió una enorme réplica de carnaza de un miembro masculino en estado de erección. Por la noche se desnudó frente a la imagen de su amor y colocó el enorme falo entre sus piernas de marmol.

Estaba loca de alegría, estaba segura que esa idea se la había transmitido él a través de la telepatía. Se arrodillo y comenzó a lamerle los pies hasta las rodillas, le enterraba las uñas en los muslos y comenzó a lamer lentamente la longitud de su virilidad postiza. La acariciaba con las manos y se la introducía en la boca experimentando un nuevo nivel de éxtasis. Su cuerpo parecía a punto de incendiarse, sus pechos estaban tan hinchados que parecía que iban a reventar y florecerían rosas cósmicas de ellos, su cadera le ardía y su vientre era un manantial de licores y feromonas. Sus hermosos ojos verdes cobraron un brillo fluorescente.

Su piel desnuda comenzó a brillar como la luna. De pronto sintió un abrazo de marmol, frío, suave y excitante. Unas manos duras levantaron sus caderas y abrieron las puertas de su vientre para llenarlo de un placer que le hizo aullar como los lobos.

El cuerpo de Fuensanta estalló y se transmutó en un puñado de estrellas.

Desde entonces cada noche ella repetía la operación hasta despertar desnuda en su habitación con el cuerpo agradecido y el vientre complacido.

Esa noche había leído su último libro en el viejo café donde a menudo acudía a escribir poesía. Había comprado un vestido nupcial y lo había arreglado para darle un toque sensual y pornográfico. Estaba decidida a casarse con su hombre de piedra.

A la media noche colocó un viejo disco de jazz, se vistió de novia y se sirvió una copa de vino envenenada.


La muerte es la única que puede entender a una mujer enamorada.