lunes, 21 de marzo de 2011

Situaciones de la vida cotidiana

Situaciones de la vida cotidiana

Desperté sin ropa y con mucho frío. En el suelo había restos de vómito y botellas tiradas. Me dolía la cabeza, mi corazón latía de forma extraña y mi garganta estaba irritada por el abuso de la nicotina.

Mi almohada estaba húmeda y sentí un movimiento en el lado de la cama que jamás uso. Intenté recordar los hechos de la noche anterior pero no tenía el menor recuerdo. Me daba miedo voltear y encontrarme con algún tipejo grotesco.

El cuerpo me dolía y la melancolía de un nuevo día bajo los efectos de la resaca astillaban mi autoestima.

Tenía la entrepierna reseca y me dolía la cadera. Sin duda alguna había sucedido algo lujurioso y tenebroso en el transcurso de la madrugada. Los pies se me congelaban y el cuello se me entumía pero tenía miedo de moverme y sintonizar con la realidad que me esperaba.

Había jurado no beber –al menos no de esa forma- desde esa vez en que desperté en la casa de Quiensabequien a lado de Quienesonestos con el cuerpo adornado de besos amoratados y un variopinto collar de dildos horroroso acompañado de un dolor punzocortante en cierta parte escondida de mi cuerpo y una agria sonrisa en el rostro.

Volviendo al momento…

¿Qué diablos hice la noche anterior? Sólo recuerdo estar pintando el último lienzo para mi exposición, beber un paquete de cervezas y fumar un nevado que había guardado durante meses en mi chamarra de cuero.

Escuchaba los pajarillos cantar y el típico movimiento de la ciudad a eso de las diez de la mañana. Tenía cosas que hacer, debía levantarme, enfrentarme con las consecuencias. Curarme la resaca.

Sin pensarlo demasiado me levanté y cubrí parte de mi cuerpo con una sábana.

Me aclaré la garganta y con el corazón retumbándome en las sienes giré la cabeza con mucho temor para ver a la persona al otro lado de mi cama.

¡Sorpresa!

¡Era mi novia de aquel entonces!

Me alegré tanto de ver sus robustas carnes desparramadas en el colchón y su melena rojiza aplastada contra su ropa que había usado como almohada.

La pobre era horrible y se decía enamorada.

Al menos no había vuelto a caer en orgías de moral flexible -como les llamaba una fulana que conocí cierta madrugada-.

Fui al baño, levanté la tapa y comencé a mear silbando una melodía de triunfo mientras trataba de recordar cómo había llegado aquella dama oronda a mi cama.

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