viernes, 20 de agosto de 2010

Anécdotas pánicas




Ayer:

Pinté en los muros de mi habitación el rostro de mi padre con sudor, sangre y semen. Escribí en el suelo todos los malos recuerdos y al terminar, incendié el recinto. Bailé y grité todo aquello que no había podido expresar, con respeto, al mayor de mis tormentos.

El fuego limpiaba esa rabia que había hecho de mis huesos un baluarte de oro para los lobos del desprecio.

Con las cenizas construí una paloma enorme que unté con panela para alimentar por un mes a las hormigas.



Hoy:

Fui a buscar a mi madre. Llevé un maniquí vestido con las prendas que ella usa cotidianamente y con el rostro enfermizo tal y como lo usaba cuando me engañaba diciendo que tenía una gemela asesina que podría devorarme si no me tomaba la medicina.

Le serví a mi madre una taza de café y un cigarrillo. Mientras ingería sus vicios favoritos yo comencé a reclamarle en la cara a su gemela de cera todo ese miedo que había depositado con suprema extravagancia en mi lejana infancia.

Cuando terminé de gritar destrocé a patadas a la madre postiza e incineré los restos. Coloqué la cera en un molde de corazón, la unté de miel y le regalé la mitad izquierda a mi madre y la otra a las abejas.

Al final:

Me fui a tomar un par de copas de vino con aquellos individuos que me dieron la vida y le quitaron al destino su mejor propina.

Los tres fuimos vestidos de pingüino.

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