miércoles, 25 de agosto de 2010

Jamás me aprendí su nombre


Cuando te conocí acababa de matar a mi esposa. Preferí quemar y enterrar mi corazón a seguir amando a esa mujer con celos que me quitaba los deseos de serle fiel.


Esa noche mientras la esperaba me emborraché y me vestí de mi madre. Cogí el revolver de mi abuelo y lo coloqué entre mis piernas. Era luna llena y yo buscaba transmutarme en bestia para escupir aullidos y reventarle el alma a tiros.


Las botellas de aguardiente se vaciaban con el poder de la sed, la miseria y la mente. Mis ideas se nublaban con el aterciopelado sonido del mar.


Aún buscaba en las estrellas aquella coordenada que me llevó a la avenida transitada de su cuerpo donde perdí el acuerdo de castidad en alguna parte de su escote. Pero el camino se había perdido en el obsceno canto del tecolote.


Jamás me aprendí su nombre. Pero extraño su arte de amar en las noches de temperatura peligrosa cuando sólo existe un vacío en el colchón que no sabe curar la fiebre del solitario.


Cuando llegó, me encontró en la habitación completamente borracho y travestido con una erección de cañón enfurecido.


Antes de decir cualquier estupidez le disparé hasta verla morir. Me cambié de ropa y me fui al malecón donde te vi emborrachándote sola con un vino de porquería.


Cuando te conocí acababa de matar a mi esposa. Preferí quemar y enterrar mi corazón a seguir amando a esa mujer con celos que me quitaba los deseos de serle fiel. Fuiste la compañía oportuna para mis noches de locura.


Esa misma noche nos fuimos a tu cama pero no sentí nada. Comprendí que lo único bueno de mi esposa era que sabía hacerlo como una diosa. Algo bueno le dejó todo el tiempo que sobrevivió intercambiando caricias por amores de mentiras.

Jamás me aprendí su nombre y el tuyo… comienzo a olvidarlo.


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