sábado, 22 de octubre de 2011

El cadáver del fuego que cayó del cielo

En mi jardín cayó una ráfaga de fuego. La ví desde la ventana. Alumbró la madrugada mientras yo ensayaba una melodía en el clavicordio de mi abuelo. Me vestí y salí con curiosidad a ver lo que el cielo había escupido con tanta furia.

Era un cuerpo moribundo que se retorcía entre las margaritas, era pequeño y sus ojos imploraban ayuda. Lo primero que pensé es que estaba frente a una estrella pero lo más coherente era que ese ser, provenía de ellas.

El cielo parecía tranquilo, no se veía nada fuera de lo normal y el silencio de la noche era roto por el crepitar de las llamas del animalejo que se retorcía entre mis plantas.

Cogí un poco de tierra y la esparcí en las llamas, con el saco de mi pijama comencé a vapulear las horrendas flamas. Poco a poco fueron desapareciendo.

¡Increible!

El personaje no parecía quemado sin embargo era verdaderamente horrible. Sus ojos eran enormes como los de una araña gigante, su piel era viscosa y sus extremidades demasiado largas para su tamaño.

Se retorcía mientras me miraba asustado. Sentía que mi mente era registrada por unos ojos invisibles que trataban de saber qué o quién era yo.

Con la mente le dije que me llamaba Ermitaño, que este era el planeta tierra, que estaba tirado matando mis margaritas y que moría por un trago.

Lo tomé de las manos (si es que así se llamaban) y lo levanté con cuidado. Parecía estar lastimado, pero no tanto. Increíble para alguien que había caído desde alguna estrella lejana.

¿Estás bien?

Lo metí a casa y lo acomodé en un sillón. Su mirada era profunda. De alguna manera se podía comunicar conmigo a través de ella. Supe que su cuerpo necesitaba agua.

¡Mucha agua!

Lo llevé a la regadera en donde se tiró para disfrutar de su alimento.

Bajé a la cocina a preparar un café. Seguro al visitante le agradaría aquella deliciosa bebida. La preparé a mi gusto y subí a verlo. Ya tenía quince minutos bajo el agua.

¡Demonios!

Estaba muerto, con una sonrisa espantosa y los ojos (antaño tan expresivos) ahora parecían dos hoyos negros. Su piel había tomado un color añil y su rostro se veía bastante recuperado.

Pero estaba muerto…

como mi perro el día anterior, como mi abuela hace tantos años sentada en su sillón leyendo la biblia del diablo.

Apagué la regadera y me senté a su lado, prendí un cigarrillo y le canté la canción de cuna que me cantaba mi madre cuando me atacaba el miedo.

¿Quién llorará tu muerte, apreciable marciano?

Lo abracé y comencé a llorar. Sé lo que es estar lejos de casa, lejos de quién te cuide y se preocupe por ti. Entonces yo lloré por todos aquellos que no sabían dónde estaba él, que había caido de quiensabedónde y que ya se lo había llevado la chingada.

Lloré y lloré hasta que me dio sueño.

Me dormí abrazando al cadáver del fuego que cayó del cielo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me encantó!

Daniel Saborío dijo...

A mi también.